Cuerpo, lugar y silencio en las identidades de Soledad CórdobaÁngel Antonio Rodríguez Más allá de la tradición del retrato, la utilización del cuerpo humano como argumento artístico se intensificó a partir de las vanguardias históricas. Una de sus derivaciones más conocidas fue la adopción del cuerpo como soporte a partir de las famosas fotografías que Man Ray hizo a Marcel Duchamp hacia 1920, en sus cabezas rapadas con estrellas. El creador del ready-made fue también precursor del bodyart, que después practicaron con distintas formas, y en muy distintas décadas, Yves Klein, Manzoni, Bruce Nauman o los artistas Fluxus, prolongándose hasta nuestros días en la obra de numerosos artistas. Llama la atención, en este sentido, el interés de los fotógrafos contemporáneos para experimentar con paradigmas diversos, viajando hacia sí mismos, más allá del mero autorretrato. Quizás, porque la fotografía ofrece ese espacio mítico para albergar otra realidad, continuando el ideal figurativo que había sido consolidado durante siglos por la pintura occidental. El análisis de las identidades es uno de sus pretextos temáticos habituales, con interesantes dialécticas acerca del sexo, la marginación, las tribus urbanas, los dramas sociales, las alienaciones y otras preocupaciones culturales. Diane Arbus manifestaba en sus imágenes en blanco y negro todos los horrores posibles, bajo una extraña pero impactante ética que alternaba metodologías, más allá del amarillismo mediático. Cindy Sherman, en cambio, siempre dice que sus fotos son conceptuales y que, por eso, necesita desarrollarlas mediante series, conectando con ciertos ritos y mitos de la composición pictórica. Nuevas realidades «Ninguno de mis personajes son un autorretrato» (Cindy Sherman) Al hilo de las nuevas realidades del arte, algunos especialistas abogan por desmarcarse de los discursos y las tesis meramente objetivas, para tratar de descubrir otras nociones (campo, emoción, ritmo…) que puedan proyectarnos hacia otros mundos de carácter subjetivo. Viajar a las profundidades de nuestro espacio íntimo, transmutar la realidad en algo perturbador e incluso poético, renunciar a cualquier arquetipo dogmático, penetrar en lo más íntimo de nuestro espacio vital… son algunos ejes que Soledad Córdoba ha venido manteniendo como constantes de su trabajo, desde que se dio a conocer en el circuito expositivo, en el año 2001. Sus obras han viajado en estos años de manera muy coherente, virando de la desnudez casi traumática de sus primeras series hasta la ficción barroca de las recientes. Sus fotografías, protagonizadas por ella misma, nos hablan una y otra vez del cuerpo fragmentado, en una apuesta casi terapéutica que se caracteriza por plantear exploraciones continuas, visiones retroactivas, que fluyen de lo más hondo para excitar la colectividad. Para ello, Soledad Córdoba entiende la condición humana como un terreno infinito, apto para el planteamiento de sus diálogos. Le interesan los mecanismos del inconsciente, esas realidades mutables y siempre frágiles que ya pudimos contemplar en Asturias en el año 2002, durante sus primeras exposiciones individuales. Así, en su serie Lácrima (1999-2001), Soledad Córdoba ya hablaba de cuerpos impávidos, mutaciones y transgresiones estéticas donde la piel actuaba como una membrana. Eran alteraciones de planos sucesivos que, como advertiría poco después José Marín Medina, «están remitidas a un tiempo de relato de carácter profundamente poético, dado que la seriación es una técnica de narrar marcadamente alegórica». Por su parte, Abel Pozuelo, habló de «una mirada ensartada por la ilusión». Fotografías delicadas, pero rotundas, «piezas de un ascetismo extremo, donde lo decorativo está excluido de raíz», según José Jiménez. Llamaban la atención de la crítica especializada sus referencias y guiños femeninos a las grandes maestras de la fotografía (Francesca Woodman, Cindy Sherman, Helena Almeida, Ana Mendieta…) asumidas siempre como un tributo de respeto y pasión, cuyos ecos resultan más tangenciales y emotivos que meramente formales o conceptuales. Imágenes íntimas «Me siento bastante sola: no participo en grupos, pero es una elección, no me quejo, sé que lo exige mi trabajo» (Helena Almeida)
Hay imágenes que hablan, de manera obsesiva, del interior de uno mismo, más allá de la apariencia efímera de las cosas. Imágenes extraídas de un paisaje exterior o interior, o de un instante que alberga el tiempo detenido. Imágenes categóricas que, bajo su propia austeridad, algunos fotógrafos nos regalan magistralmente. Imágenes que artistas de las nuevas generaciones, como Soledad Córdoba, saben compensar con cualquier miseria más o menos mundana, en la estela de la tradición, como crónicas de una época o, simplemente, reflejos de uno mismo. Imágenes, a veces, narrativas, que cuentan historias desde dentro. Construcciones elaboradas, entre la realidad y la ficción, situaciones inusuales, tensiones, dramas, evocaciones ambiguas, horizontes románticos, paisajes sublimes, silenciosos. Lugares descontextualizados, que trascienden a sí mismos, metáforas fotográficas, juegos visuales, secretos que invitan a la contemplación pausada haciendo bailar las sombras, reproduciendo la experiencia de estar vivos, desechando la idea de una memoria banal. Secuencias que reconstruyen la nostalgia colectiva y la convierten en un conjunto de temporalidades y experiencias cruzadas. Fricciones, diálogos, encuentros que generan nuevos itinerarios de lo visible o lo invisible, en mitad de ese tejido silencioso donde se depositan el presente y el pasado, sutil trama de significados imprevistos. Si algo define lo contemporáneo es esa continua mutación. En nuestro mundo de imágenes perennes todo se tambalea y, quizás por eso, eliminamos o reorganizamos las fronteras una y otra vez, para apreciar nuestras obsesiones como el único territorio habitable. Con esas premisas, el registro secuencial de las fotografías de Soledad Córdoba (que en sus primeros años configuraba mediante dípticos o trípticos) ha ido virando a formatos más clásicos, limitándose ahora a una sola imagen por obra, como ocurre en las series agrupadas bajo los epígrafes Frágil (2009) y En el silencio (2009-2012), que ya ha presentado en varios espacios nacionales. Autorretratos de un espacio-tiempo detenido, juegos de estímulos visuales que pretenden hallar ese algo más imperceptible, esa suerte de parábola expresiva. Símbolos, en su caso, extraídos de la naturaleza y el entorno. Otra serie anterior, Ingrávida (2004-2005), surgía como vía de enfrentamiento hacia esta realidad transformadora que perturba nuestra aparente tranquilidad. El equilibrio es casi inalcanzable, y la ingravidez es el ensueño que necesitamos. Como señaló Víctor Zarza, «A pesar de lo inverosímiles que resultan las alteraciones a las que se somete su propio cuerpo, unas veces atendiendo a asociaciones de carácter poético y otras estableciendo un diálogo formal entre su fisonomía y la naturaleza de los agentes perturbadores, el trabajo de esta artista nos permite comprobar hasta qué punto la sola mención de la eventualidad de cualquier inesperada modificación de nuestro aspecto es capaz de activar ese miedo». Cada pieza de Soledad Córdoba, en estas series, parece superar la pura representación del cuerpo o el paisaje para viajar a un espacio simulado que, consciente e inconscientemente, trata de reinventar nuevos mecanismos de comunicación. También en Del cuerpo (2001-2005), el papel se presenta con grandes formatos, revelados generalmente en mate, tras un lento proceso de manipulación que, en las buenas manos de nuestra fotógrafa, hace posible lo imposible. Así, Francisco Crabiffosse apreció en sus trabajos «la singularidad de esta obra es la creación de un imaginario que, desde el propio cuerpo y desde los mismos rasgos, es capaz de articular diversos escenarios cambiantes». Las imágenes de Soledad Córdoba se conciben con cierta visión pictórica, en constante progresión, fruto de numerosas sesiones fotográficas que se configuran en entornos naturales y en interiores repletos de luz, para dar vida a los personajes que interactúan en las imágenes. «En última instancia, la mirada artística tendría que transportarnos hacia delante, hacia esa maravilla sin truco que hace que sintamos, en la espera, mariposas en el estómago», afirma Fernando Castro Flórez en un ensayo reciente sobre Soledad Córdoba. También Jaime Luis Martín ha destacado estas obras como una «interpretación de lo que ve el durmiente, la ensoñación que se superpone a lo real, el sueño fotografiado». Son, en fin, invitaciones a la reflexión acerca de la naturaleza y el ser humano, de la eterna comunión con la belleza y el misterio, viajes hacia la incertidumbre cuyo guía, según las palabras de la propia artista, «es la intuición, la esperanza y la fe de encontrar el secreto escondido en nosotros y en todo lo que acecha a nuestro encuentro». Sin misterio no hay arte «Y un día más desperté sola en estas sillas blancas» (Francesca Woodman) Los sucesivos estudios de Soledad Córdoba no son demasiado grandes, pero siempre respiran atmósferas abiertas. Quizás, porque ella no precisa demasiados metros para imaginar sus escenografías firmes e inmutables. Las obras nacen en estos laboratorios de ilusiones y se desarrollan en paisajes exteriores para tomar forma definitiva tras el regreso a casa, en el mágico universo de su ordenador. El proceso postfotográfico, el apoyo técnico de Ricardo del Pozo y una rigurosa disciplina cotidiana hacen el resto. La inmersión en los abismos de uno mismo es una tarea verdaderamente heroica, como diría Jung, y eso explica que, a veces, seamos reticentes a emprender semejante viaje. No es fácil, pero merece la pena intentarlo. Soledad Córdoba lo hace, en vida y obra, mostrándose como una artista valiente. Ese particular miedo parte de la fascinación por lo inconsciente, y le obliga a superarse cada mañana. En este sentido, la atracción será más efectiva cuanto más profunda y, en su caso, cuanto más se acerque a su propia verdad. Como ocurre, por ejemplo, en la serie Un lugar secreto (2007-2009), donde la depuración conceptual y formal se expresa en juegos de carácter tremendamente escenográfico, mediante imágenes digitalizadas que mantienen intactas sus fuentes procesuales. Soledad Córdoba reinventa obsesiones personales; viajando a ese lugar secreto donde la realidad y la ficción nos confunden. «Son guiños a lo fantástico, lugares de escape y experimentación propia», señala. La naturaleza particular y ajena, el ser, y otros mecanismos de reflexión se mueven en estas fotos bajo posicionamientos casi rituales, como una vía válida para acceder a tales universos. Hay ciertos fragmentos en las fotografías de Soledad Córdoba que, lejos de lo anecdótico, respiran estímulos goethianos, atendiendo a lo pequeño, lo humilde, lo mínimo, sin buscar la poética de lo sublime. Unas hormigas, unos pequeños pájaros, un árbol o unas arañas pueden ser protagonistas de la escena, para explorar el rostro imperturbable de nuestra artista, en su hierática y aplastante quietud figurativa. El cuerpo de Soledad Córdoba se convierte, con frecuencia, en un instrumento de filtración, como una gigantesca lupa que escudriña vacíos y paisajes desde su sentido fenomenológico. El cuerpo, su cuerpo, como fabricante de espacios, provocando tensiones y escapando de rutas sencillas, como si tratase de aferrar el momento anterior, los vestigios, los restos de algún acontecimiento previo. El espacio configurado no puede, no debe ser abstracto, sino una arquitectura corporal donde ella es la casa y el hogar, porque cada imagen está habitada dentro de sus propios muros. Casa y hogar, cuerpo, lugar y silencio, frutos ya maduros de la sempiterna sonrisa de Soledad Córdoba, cuyos ojos nos enseñan que sin misterio no hay arte, bajo ese intenso azul grisáceo siempre avizor, inquieto y ávido de nuevas perspectivas.
RODRÍGUEZ, Ángel Antonio, “Cuerpo, lugar y silencio en las identidades de Soledad Córdoba”, en Soledad Córdoba. Cuerpo, Lugar, Silencio. 2001 – 2012, Gestión de Infraestructuras Culturales, Turísticas y Deportivas del Principado de Asturias, 2012. Pp. 9-14. Cat. Exp.
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