Soledad Córdoba: El cuerpo soñadoVíctor Zarza “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. -¿Qué me ha sucedido?” Franz Kafka, La metamorfosis + El cuerpo: una problemática artística Toda representación artística del cuerpo humano supone la reunión de una compleja serie de aspectos de diversa índole (no solamente estética, sino también religiosa, social, política … ) que traduce, materializándolo, el sistema de valores del que aquella constituye un producto privilegiado. La imagen que tenemos de nosotros mismos, de nuestros semejantes, ha sido, por razones obvias, uno de los asuntos que mayor interés ha despertado entre los artistas de todos los tiempos, por cuanto en ella se proyectan nuestros deseos, intereses, creencias, temores y frustraciones. En este sentido, el arte del momento actual nos ofrece un panorama bastante heterogéneo como consecuencia de la variedad de planteamientos que coexisten1, debidos no tanto a factores de tipo nacional (cada vez menos relevantes a causa de la globalización), sino, sobre todo, de carácter individual. Sin embargo, dentro de esta diversidad se advierten intereses y problemáticas compartidas que ponen de manifiesto cuáles son las preocupaciones del artista contemporáneo con respecto de su propia naturaleza. Cuestiones como la identidad (social, de género y de las minorías), la sexualidad, la muerte, la enfermedad (el SIDA, sobre todo en torno a la década de los ochenta) o, más recientemente, la ingeniería genética, constituyen algunos de los términos más notables entre cuantos articulan el pensamiento artístico de nuestros días. Otro aspecto no menos importante que cabe señalar es la situación de crisis en la que entraron los lenguajes artísticos tradicionales durante el siglo pasado, como consecuencia de la aparición de estrategias y soportes inéditos, decididamente transgresores, lo que en parte se ha identificado con un proceso de desmaterialización de la obra de arte. Dentro de este contexto, para el asunto que ahora nos interesa, resulta de capital importancia destacar la práctica de aquellos artistas que comenzaron a utilizar directamente su propio cuerpo en sus trabajos, pasando así éste de ser modelo u objeto de representación a convertirse en soporte efectivo y sujeto de los mismos: bien participando en eventos ante el público (happenings, performances), o bien empleando la fotografía y el vídeo como escenarios de sus actuaciones. La lista de nombres sería interminable: desde los integrantes del Wiener Aktionsgruppe, pasando por Gina Pane, Joseph Beuys, Bruce Nauman, Chris Burden, Marina Abramovic, ]urgen Klauke, Carolee Schneemann, Ana Mendieta, Cindy Sherman o Paul McCarthy, hasta llegar a los más actuales Matthew Barney o Edwin Wurm. Esta clase de intervenciones poco o nada tiene que ver con el concepto tradicional de autorretrato (por más que sus autores figuren en ellas); a lo que ha contribuido es a la inauguración de un nuevo ámbito de significación corporal, de carácter simbólico y de considerable impacto emocional, que ha afectado profundamente a la manera de entender la representación del cuerpo en el arte. El cuerpo sin límites La posibilidad infinita de modificar la naturaleza de cualquier elemento de la creación es quizás la manifestación más radical del anhelo que el hombre tiene de controlar su entorno y su destino. En las ciencias, en la tecnología y en el arte se hace patente ese insaciable deseo, de manera práctica en las primeras y de forma virtual en este último, en el que la imaginación no está sometida ni a las limitaciones de lo ya existen te ni al imperativo requerimiento de la lógica. Durante siglos la representación artística del cuerpo humano en occidente estuvo sujeta a una serie de cánones que, heredados del clasicismo griego, lo convirtieron en una construcci6n ideal, más o menos vigente hasta los albores de la pasada centuria. El creciente interés de los artistas por plasmar los aspectos más inmediatos, a partir de mediados del XIX, y el conjunto de libertades interpretativas que más adelante se propondrían desde las filas de las sucesivas vanguardias (Las demoiselles d’Avignon es un buen ejemplo al respecto) provocaron no s6lo la inhabilitaci6n del modelo clásico, que se acabada deshaciendo como un terrón de azúcar, sino también, especialmente estas últimas, la abolici6n de la anatomía y de la estructura corporales. Todo ello para dejar paso a una imagen artística del cuerpo que en su indeterminación transita en nuestros días entre la hipervisibilidad irreverente planteada por Andrés Serrano y la piel incorpórea, metastásica, de los delirantes habitáculos de la pareja Aziz+Cucher, entre la engañosa humanidad de los muñecos de Charles Ray o Ron Mueck y la incontinencia metamórfica de Orlan, cuyo aspecto no sabemos donde acabará yendo a parar. Con este panorama a la vista, no resulta extraño oír al australiano Stelarc proclamar, amparado en la utopía tecnológica, la obsolescencia del cuerpo y la necesidad de rediseñarlo, como también pretendieran, antes que él, Salvador Dalí o Hans Bellmer, estos dos desde la perspectiva del deseo. Un sueño escenificado El aspecto más decisivo de la obra de Soledad Córdoba, el que en mayor medida incide en la sensibilidad del espectador, se relaciona con el oscuro temor que sentimos ante las deformaciones físicas, ante el descontrol del organismo. A pesar de lo inverosímiles que resultan las alteraciones a las que se somete su propio cuerpo, unas veces atendiendo a asociaciones de carácter poético y otras estableciendo un diálogo propio cuerpo unas veces atendiendo a asociaciones de carácter poético y otras estableciendo un diálogo formal entre su fisonomía y la naturaleza de los agentes perturbadores, el trabajo de esta artista nos permite comprobar hasta qué punto la sola menci6n de la eventualidad de cualquier inesperada modificación de nuestro aspecto es capaz de activar ese miedo. Nos horroriza perder nuestra forma, sentimos pánico ante la mutación de nuestro contorno corporal, no sólo porque ello pueda ser síntoma de una enfermedad (lo que iría asociado al dolor ya la muerte) sino porque con esa pérdida también entra en crisis nuestra identidad2. Por lo general, sus metamorfosis, que se desarrollan secuencialmente componiendo series fotográficas, son debidas al crecimiento de unos elementos que surgen del interior del propio cuerpo de la artista y que, a modo de secreciones, pueden cubrirlo, invadirlo o extenderse a su alrededor, ocupando el resto de la imagen. Su densidad, debida a los materiales con los que están elaborados (filamentos, lentejuelas, hilos, líquidos, perlas…) determina la dinámica de su expansión, aspecto no poco relevante por cuanto en él reside parte su potencial metafórico; una cualidad a la que muchas de las artistas contemporáneas se han mostrado sensibles, desde Eva Hesse hasta Rebeca Horn, sin olvidarnos de la ya nombrada Ana Mendieta, Jana Sterback o Kiki Smith. A diferencia de lo que es habitual en el conjunto de su obra (primeros planos centrados en la cara o, como mucho, planos medios mostrándonos el torso), en sus primeras series la artista aparece de cuerpo entero, envuelta en unas telas (fundas, vestidos) que dominan su figura y que son las que realmente evolucionan, salvo en la titulada Péndulo, la secuencia más larga de cuantas ha realizado y la única en la que es desplazada hasta desaparecer. En otra más reciente, Asimilación II, el desvanecimiento se produce por la apertura de su espalda, que se desabrocha lo mismo que una prenda; una paradoja, tan poética como discretamente humorística, que bien podría haber salido de la pluma de Ramón Gómez de la Serna. Como caso excepcional, De Lágrima parte de la situación inversa, de la no-presencia de la artista, y su rostro se va haciendo visible a medida que una sustancia lo va dibujando en el vado inicial. En sus últimos trabajos se advierte la aparición de ciertos aspectos infrecuentes en su discurso, como es el haber renunciado en algún caso al desarrollo secuencial en el que hasta ahora se apoyaba, centrando toda su atención en el poder iconográfico del contenido de una sola imagen. No puedo dejar de detenerme en una de las más recientes, Forzando, que resulta verdaderamente impactante por la crueldad contenida que desprende, febril y algo sadomaso, en la que sin duda Georges Bataille hubiera encontrado rastros de aquella tentación hacia lo insólito y las sensaciones fuertes que según él distinguía a los pintores de la Escuela de Fontainebleau3. Una característica común a casi todas sus series fotográficas es la permanente falta de expresividad en el rostro de la artista; algo que a mi modo de ver añade un nuevo acento al carácter ya de por sí inquietante de su obra. A pesar de ser conscientes de que todo esto es sólo una ficción, su gesto inmutable, pasivo, no deja de transmitirnos una cierta sensación de vulnerabilidad, de indefensión o sometimiento a esas excrecencias contra natura. Es quizás esta impresión la que nos sitúa ante la necesidad de preguntarnos si el conjunto de la obra de Soledad Córdoba posee una dimensión psicológica, lo que equivale a decir humana. Está claro que la visión de su semblante despierta un tipo de sensaciones cualitativamente distintas a las que provocaría, por ejemplo, un objeto y no descarto que pueda ser ese el factor con el que la artista cuente interesadamente. Pero no dejo de cuestionarme si, a pesar de ello, en su trabajo a fábula acabará dominando a su propia condición, lo mismo que los elementos que segrega se apoderan de su cuerpo, y que de este modo ella misma pase a ser un cruce entre persona y objeto, es decir, algo así como un maniquí o un fetiche (elementas para ello no le faltan). Un riesgo en el que la artista podría aventurarse y que le conduciría, apunto yo, hacia su conversión total. Es importante aclarar que su trabajo, a pesar de presentarse sobre soporte fotográfico, hay que enmarcarlo en el ámbito del performance. Resulta evidente que con sus encuadres, de una frontalidad absoluta y carentes de profundidad –casi siempre el fondo queda anulado por un color negro-, lo único que busca es mostrar su transformación, definir visualmente los cambios que se operan sobre su cuerpo, rechazando cualquier otra consideración o efecto de tipo fotográfico4. En un contexto en el que la mayoría de los artistas que trabajan con su propio cuerpo, especialmente si se trata de mujeres, lo hacen con intenciones críticas o reivindicativas, cuando no francamente escatológicas, no es fácil sustraerse a los empujes de ese discurso dominante. Ya se sabe que, hoy por hoy, si se busca gozar de una cierta repercusión, puede resultar más determinante acogerse a cualquiera de los argumentos que entusiasman a críticos, historiadores, curators y demás gentes del medio artístico, o lanzarse y montar un escándalo para asegurarse la atención de los media, que realizar un trabajo verdaderamente original. A la vista de cómo ha venido desarrollándose la obra de Soledad Córdoba en estos últimos años, sin grandes cambios pero con una coherencia interna evidente, pienso que hay que alabar su rigurosa fidelidad a unos planteamientos de los que no cabe duda que todavía puede extraer hallazgos tan sugerentes como los que hasta ahora nos ha ofrecido. Estoy convencido de que el temprano reconocimiento que están obteniendo sus fotografías (se trata de una artista muy joven), que en estos momentos es ya bastante considerable, representa una buena prueba de la calidad de sus propuestas. – – – – – – – – – – – – – – – – – – – 1 “Resulta del todo imposible comprender la gran mayoría de las experiencias que, en torno al cuerpo, se han desarrollado y se desarrollan en la contemporaneidad artística si no se asume el hecho de que, en todas ellas, dicho cuerpo se ofrece más como un problema que como una solución, más como un espacio especular, funcionando como pantalla reflectante de la elevada y cambiante circulación semántica que conforma el tejido de lo real, que como una superficie transparente, en la que toda esa densidad significativa simplemente pasa, sin dejar huella alguna y sin, por tanto, hacer del cuerpo una suerte de “nudo significativo”, con capacidad discursiva”. Pedro A. Cruz, Sánchez, La vigilia del cuerpo. Arte y experiencia corporal en la contemporaneidad, Murcia, Tabularium, 2004, p.l9. 2 “La pérdida no siempre se produce en la carnalidad, sino en su desbordamiento”, Piedad Solans, Del espejo a la pantalla. Derivas de la identidad, dentro de Arte, cuerpo, tecnología, Domingo Hernández. Sánchez. (editor), Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2003, p.148. 3 Georges Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 2000 (2ª ed.), p.124 4 “Lo que diferencia al fotógrafo (. .. ) del artista fotógrafo es el proyecto artístico-ideológico. Por ello la fotografía en-tanto-que-arte (sic) ya no se presenta como medio rival de la pintura, sino como instrumento que, en manos del artista –no necesariamente buen conocedor de las técnicas fotográficas-, crea un elevado valor de ficción que sustituye los criterios de objetividad por los de simulacro” Anna María Guasch, El arte último del siglo XX, Madrid, Alianza Editorial, 2002; p. 433.
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